Cupcakes de Cianuro: Presentación

¿Qué ocurre cuándo la bruja abre el libro de hechizos y da rienda suelta a su perturbada imaginación?

Os lo diré, queridos niños… cuando Faléfica escupe sus ponzoñosas ideas, éstas se transforman, por arte de magia, en Cupcakes de Cianuro.

Si esperáis encontrar dulzura y esperanza en estas líneas abandonad mis dominios de inmediato, aquí no hallareis esas cosas carentes de sentido.

Si, por el contrario ansiáis asomar vuestras miserables almas a la negrura de mi abismo, pasad, niños, pasad… He hecho cupcakes.

Faléfica (@Falfica)

Mi particular Cuento de Navidad

Hoy es Nochebuena, hace frío, parece que se aproxima una nevada. El marco perfecto para una noche como esta, todo blanco y precioso. Un hombre está echando el cierre de su establecimiento. —Por fin, ha sido un día largo, no veía el momento de largarme a casa, con mi familia. —A lo lejos hay una pareja, no están discutiendo, pero no parecen felices, ella llora, el tendero no puede escuchar qué dicen.

—No llores, cariño, encontraremos solución de alguna manera, te lo prometo.
—No, Felipe, esto no tiene solución. Estamos en la calle, en Nochebuena, sin esperanza de encontrar dónde meternos y yo estoy embarazada. ¿Te parece que la situación se vaya a solucionar, en serio?
—Adela, tenemos que confiar en la buena suerte, no podemos derrumbarnos, tenemos que permanecer con una actitud positiva, ambos.

Retrocedamos en el tiempo, casi nueve meses. Adela: diecisiete años, peluquera en paro, sostiene un test de embarazo en sus manos y llora, llora mucho. Cómo se lo dirá a su padre, él jamás lo va a entender. Si su madre viviese todo sería más fácil. —Cuánto te echo en falta, mamá —Felipe: Carpintero de profesión, parado y huérfano, veintidós años, está a punto de enterarse del embarazo de su novia.

Las cosas para esta pareja nunca fueron fáciles, ambos provienen de familias desestructuradas, sin apenas recursos y en las que no abunda el amor. Cuando se conocieron supieron, o eso afirman ellos a todo el que quiera escuchar su historia, que estaban hechos el uno para el otro. Desde el principio se convirtieron en inseparables, se cuidaban mutuamente en todo momento. Apenas llevaban un año de relación cuando supieron que iban a ser padres.

—¿Lo has hecho bien, Adela, es fiable el cacharro ese?
—Joder, pues claro que es fiable. ¡Vas a ser padre! ¡Vamos a tener un hijo! Mi padre va a matarme, lo sabes, ¿no?

Su padre no cometió ningún homicidio, como Adela había vaticinado, pero tampoco se comportó como un padre ejemplar y comprensivo. Su reacción fue cruel y carente de toda lógica, al menos para cualquier padre normal: echó a la joven gestante de casa. No le importó qué podría pasarle a partir de ese momento, no quiso saber nada más de su hija, preñada de ese vago al que no podía ni ver.

La familia de Felipe no se comportó mucho mejor: no quisieron acoger a la novia de su sobrino, de nada sirvieron las amenazas de éste. Juró a sus tíos que abandonaría el domicilio familiar si no ayudaban a su chica y a su futuro hijo. Finalmente, tras la negativa de cobijo por parte de la familia del chico, ambos acabaron por instalarse en los bajos de un edificio que tenía las horas contadas. Debido al mal estado en que se encontraba. Grandes carteles anunciaban que sería derribado el 24 de diciembre a primera hora de la mañana. Los jóvenes necesitaban dónde refugiarse de manera inmediata, por lo que esa fecha les pareció un futuro muy lejano, tan lejano que pensaron que jamás llegaría.

La vida en semejantes condiciones no fue fácil para la pareja, especialmente para Adela ya que las complicaciones de todo embarazo se multiplicaban por mil debido a su situación. Felipe se desvivió por ella. Procuró, en todo momento, aliviar, en la medida de lo posible, todos los problemas a los que se iban enfrentando. El embarazo avanzaba, el invierno llegó y con él la fatídica fecha: 24 de diciembre.

Aquella mañana, señalada en el calendario, temida por ambos, llegó como llegan todas las cosas malas, más rápido de lo que uno desea. La pareja se vio obligada a abandonar el edificio porque, por más que lloraron y suplicaron, no fueron capaces de convencer a las personas sin corazón encargadas de efectuar el derribo. No eran más que empleados, cumplían órdenes y se enfrentaban a las consecuencias si no las cumplían por lo que, finalmente, decidieron derribar el edificio, tanto si la pareja se iba como si permanecían dentro.

Adela y Felipe se vieron forzados a abandonar el que, durante tantos meses, había sido su hogar. Dijeron adiós, agradecidos de todo corazón, a aquellas buenas personas del barrio que, a pesar de no haber tenido con qué pagar, les habían ayudado a sobrevivir todo el tiempo.

Habían deambulado por los alrededores de su antiguo barrio durante todo el día, buscando una solución, un sitio donde cobijarse, algo, una mínima esperanza… Nada. La joven llevaba varias horas con dolores, no eran  muy fuertes, pensó que serían fruto de la amargura acumulada en las últimas horas. No dijo nada a su novio, no quería añadir más preocupaciones a las que ya tenía. A última hora de la tarde decidieron parar a descansar en una plaza. La joven no podía más, estaba cansada y dolorida, no pudo aguantar más y rompió a llorar.

De pronto Adela sintió una punzada en su interior, algo rasgaba por dentro, el bebé quería salir y había escogido el peor momento. Una contracción hizo que la joven cayera de rodillas, sin aliento, contra el frío pavimento de la plaza. Felipe se puso a su altura, sabía qué estaba ocurriendo, en el peor momento, la criatura había decidido que quería ver el mundo de mierda en que iba a vivir.

La pareja a la que observaba Fermín, el tendero, mientras cerraba la tienda y pensaba en la cena familiar tenía problemas, ella estaba embarazada y había caído al suelo. Corrió hacia ellos, sin pararse a comprobar si había echado correctamente el cierre.

—¿Qué ocurre?
—¡Está de parto! Aún no le tocaba, se ha adelantado. Ayúdanos por favor, no puede llegar al hospital y no tenemos dónde ir.
—Mi tienda está ahí, a pocos metros, iremos dentro y llamaré a una ambulancia. Soy Fermín, por cierto.
—Yo soy Felipe. Ella es Adela. Ya nos daremos la mano en otro momento. Ayúdame a llevarla, por favor, no puede caminar en este estado.

La extraña comitiva se dirigió hacia el pequeño supermercado, propiedad del fortuito benefactor de la pareja. Por suerte, guardaba algunas mantas en la trastienda y pudieron recostar a la futura mamá para que estuviera algo más cómoda. Las cosas sucedieron muy deprisa y, como no podía ser de otra manera, madre e hijo no disfrutaron de la relativa comodidad de un hospital durante el parto. La criatura, un niño perfectamente sano, nació en el pasillo de ultramarinos de Supermercado Paqui (la mujer de Fermín, quien daba nombre al establecimiento). Dos hombres sin idea de ginecología pero con muy buena voluntad atendieron, perfectamente, a una cría muy asustada mientras daba a luz, en el sitio más raro del mundo, a su primer hijo.

—¡Vaya Belén se ha montado! ¡Menuda aventura navideña! ¿Cómo llamareis al niño? ¿Jesús? Porque si le llamáis así, a mi no me queda más remedio que ser la mula, el buey, los pastores y los magos, todos juntos, y son muchos papeles para una sola persona. —Dijo Fermín, entre risas, cuando todo se hubo calmado y comprobaron que la madre y el niño estaban perfectamente.
—No, Jesús no. No soy creyente y, además, así se llama mi padre. Se llamará Liberto porque ha nacido libre y así vivirá toda su vida. Sus padres se encargarán de que así sea. —Contestó Adela, con una sonrisa exhausta en su pálido rostro. Felipe asintió, con la gravedad de saber que su vida acababa de adquirir un nuevo sentido. Como banda sonora, el sonido de una ambulancia que, por fin, llegaba inundando el establecimiento, casi a oscuras, con las luces de los rotativos.

@Falfica

Cuento de Navidad

Nunca volverás a Ítaca

Nunca volverás a Ítaca

Me llamo María García y acabo de matar a mi padre. También he matado al padre de mis hijos. Me han encerrado en un psiquiátrico porque no entienden que lo hice porque había que hacerlo, porque era lo mejor, la única solución posible. No he contado toda la verdad, no puedo hacerlo.

Tengo 30 años y tres hijos vivos, he parido en total cinco veces. Nunca pude estudiar. A lo largo de mi vida, lo único que he hecho ha sido sobrevivir. Soy una superviviente, no se hacer nada bien, salvo eso y ocuparme de las tareas de la casa y de mis hijos. ¡Mis pobres hijos! ¿Quién cuidará de ellos ahora que estoy aquí metida?

No me importa pudrirme aquí, estoy mejor que antes. Aquí no hay desprecios, palizas ni sexo no consentido. Aquí sólo hay medicación, tranquilidad y charlas con los psiquiatras y con la policía. Debí empuñar ese cuchillo mucho antes, hace años, antes de parir por primera vez. Si lo hubiera hecho, me habría ahorrado mucho sufrimiento y no tendría la preocupación que tengo ahora sobre qué será de mis criaturas. ¡Mis pobres hijos, mi sangre! ¿Dónde irán a parar sin una madre que cuide de ellos?

Tengo que escribir mi historia a escondidas, no quiero contarles la verdad a los loqueros, pero quiero sacarla de mi cabeza a través de mis manos. Necesito encontrar la paz que debería haberme llegado al hundir el cuchillo en las tripas de quién tanto mal me hizo.

No será un relato de esos bien escritos que leen los señores cultos, será el relato de una mujer sin estudios, pero desesperada por expulsar los demonios y encerrarlos en el papel para siempre.

Me llamo María por mi madre y, al igual que yo, ella tampoco tuvo una vida fácil. Murió a hostias a manos de mi padre. Lo sé porque yo, que tenía cinco años, lo vi todo. Presencié cada herida que se abría en su piel a consecuencia de los puñetazos del salvaje de su marido. Escuché cada grito y contemplé con horror como su cuerpo se quebró y cayó al suelo, sin vida, mientras con su último aliento pronunciaba mi nombre.

Tras la muerte de mi madre me convertí en su sustituta en el cuidado de la casa y de mi padre. Con cinco años me vi obligada a aprender todo lo que una «buena mujer de su casa» debe saber. Lo principal que tuve que aprender fue a callar, no podía contar qué clase de hombre era mi padre. Él se encargó de enseñármelo a golpes y yo, para evitar más de los necesarios, lo aprendí muy rápido y muy bien.

Con trece años me quedé embarazada por primera vez, la criatura murió a la pocas horas de nacer en el corral. Siempre tuve que parir a escondidas, humillada por el padre de mis hijos, como si el fruto de mis entrañas fuera algo vergonzoso y sucio que hubiera que ocultar a ojos de los demás. Me alegro de que muriera, así no sufrió. Nunca llegué a saber qué era, no me dejaron ver a mi bebé. A las dos horas me contaron que había muerto y la vida siguió. No lloré era mejor así, la vida para esa criatura no habría sido buena.

Diez meses después, a escondidas en el corral, parí a Úrsula, la mayor y más valiente de mis hijas. ¡Qué será ahora de ella, sin madre, pobrecita!

Nueve meses después de dar a luz a mi hija mayor nacieron los mellizos, Juan y Adela. El único varón de mis hijos es igual en todo a su padre. Noto el desprecio con que me mira a diario pero no le culpo, él le ha educado así y yo le quiero infinitamente, igual que a sus hermanas.

La última vez que visité el corral, para parir como hacen los animales, fue hace dos semanas. Era una niña, nació muerta y su padre se la llevó. No quiero saber qué hizo con ella, no soportaría el dolor de descubrir la horrorosa verdad.

Esto es lo único importante que tengo que contar en cuanto a mis hijos, no es relevante su papel en esta historia, salvo por el hecho de que todo lo que hice hace dos días lo hice por ellos, por mis hijos. ¡Mis ángeles, qué solos se han quedado ahora!

Puedo decir, bien orgullosa, que jamás he permitido que su padre les pusiera la mano encima. No pocas veces he aguantado golpes que iban dirigidos a cualquiera de mis dos niñas, pero nunca me ha importado. Siempre me he interpuesto entre el puño dispuesto a golpear y cualquiera de mis hijas y volvería a hacerlo una y mil veces. Sería capaz de matar por cualquiera de mis hijos. Sería capaz de volver a hacerlo. Hundiría mil veces más el cuchillo en la carne de aquel que pretendiese hacerles daño. Arrebataría con gusto la vida de cualquiera que pretendiera tocar un solo pelo de sus cabezas. Lo hice y no me arrepiento en absoluto.

Hace dos días estaba preparando la cena con mis hijas mientras su padre arreglaba un cinturón al que había que añadir más agujeros. Juan, el único que trabajaba fuera de casa, llegaría pronto, a tiempo para la cena. Como cada día, ellos se sentarían mientras nosotras poníamos todo lo necesario para que empezaran a cenar bien caliente. El ritual se repetiría como cada día o eso pensaba yo.

La puerta se abrió violentamente y mi hijo, apenas un niño, entró en casa completamente borracho y cantando a voces una canción sobre sirenas y marineros. Se desplomó en la silla, al lado de su padre, y comenzó a bromear con él sobre el hecho de que, tras su primera borrachera, había pasado a ser el hombre de la casa. Desde la cocina no se escuchaba bien, me dolía ver a mi niño borracho. No quería salir al comedor y ver su estado así que seguí picando cebolla. De pronto, unos gritos muy fuertes provenientes del comedor nos sobresaltaron. Corrí a averiguar qué estaba pasando, no parecía una discusión normal entre padre e hijo.

Los dos se miraban frente a frente desafiándose. Lo vi claramente en sus ojos, mi cerebro lo supo un segundo antes de que pasara. El cinturón enrollado en el puño, apretado hasta adquirir el color blanco de la falta de riego, un mínimo movimiento… Lo supe y corrí para evitarlo. Llegué a tiempo para hundir el cuchillo en la tripa del padre de mi hijo antes de que pudiera golpear a éste con el cinturón. Lo derribé y comencé a apuñalarle con rabia, con saña, vengándome por todo el dolor de estos años.

Me llamo María García y he matado a mi padre y al padre de mis hijos.

@Falfica

¿Cuánta mierda serás capaz de tragar?

Es increíble la cantidad de dolor que cabe en un cuerpo. Es sorprendente lo mucho que el dolor es capaz de ocultar aquello que realmente somos. Cómo la falta de felicidad nos retuerce y nos lanza contra el invisible muro de la desesperación, provocándonos un dolor similar al de la rotura de todos nuestros huesos a la vez. El sufrimiento nos atenaza, no nos deja pensar, nos corta la respiración y nos provoca deseos de morir.

Durante la mayor parte de su vida Luz se había dedicado a tragar dolor. Simplemente abría la boca e ingería su dosis diaria, sin degustarla, sin masticar. Formaba una pequeña bolita negra y la empujaba con saliva, con la esperanza de que, al desaparecer en sus entrañas, desapareciera realmente de su mente.

Luz no recordaba un solo día de su vida en que no hubiera estado presente la amargura, en mayor o menor medida. Desde niña su familia le había martirizado para que luchara por conseguir la perfección más absoluta. Nada de lo que hacía estaba bien hecho o era apropiado para alguien como ella. En el colegio, debido a la educación recibida en casa, todos sus compañeros la tildaban de repelente y rehusaban confraternizar con ella mientras le dedicaban las burlas más crueles. Ella, como de costumbre abría la boca y tragaba todo el malestar que esto generaba en una niña de tan corta edad.

Durante la adolescencia, nunca destacó por ser guapa ni voluptuosa ni aquellas cosas que volvían locos a los chicos que se enrollaban con sus amigas. No ser capaz de despertar el interés de ningún chico de su edad le generaba una gran angustia que ella, naturalmente, se tragaba sazonada con una buena guarnición de lágrimas. En este tiempo, la crueldad de los adolescentes les llevó a ponerle un mote. A partir de entonces y hasta acabar el instituto, nadie volvería a llamarle por su nombre. Todos se referirían a ella como Apagada, hecho que provocó que tuviera que tragar una buena cantidad de llanto y rabia.

Nunca quiso estudiar nada concreto, no tenía el más mínimo interés por dedicarse a nada en especial, ella hubiera preferido hacerse una bola y dejar que el tiempo y lo que albergaba en su interior fuesen acabando con ella. Le sobraba inteligencia, pero su amargura la tenía bien encerrada, en la misma celda que a su motivación y sus ganas de vivir. En vez de los planes de pasividad que asaltaban su mente, sus padres decidieron que tener una doctora en la familia les aportaría el prestigio que tantísimo anhelaban desde hacía décadas. Los años en que estudió medicina no fueron mucho mejores que los anteriores. Ser la primera de su promoción, en un mundo tan competitivo como el nuestro, le provocó que casi se ahogase con todo el sufrimiento que se vio obligada a tragar.

Por fin era todo aquello que se esperaba de ella, el gran fraude que todos querían que fuera. Ya no le era posible alejarse más de la persona que era en realidad, le resultaba imposible dejar de prostituir sus sueños en pos de las decisiones tomadas por los demás con el argumento de que era mejor para ella. Se resignó a vivir el resto de su anodina vida así y tragaba, tragaba mierda con el miedo a que algún día su pestilente festín acabase por ahogarla entre arcadas.

Hace unos meses, un día como cualquier otro, tratando a pacientes que no se diferenciaban unos de otros le conoció. En principio era un paciente normal, alguien que acudía a revisión tras ser operado de apendicitis. La exploración transcurrió como cualquier otra y acabó de manera normal, como todas. Un par de días después se sorprendió pensando en aquel paciente mientras tragaba su habitual ración de amargura.

Un mes después, un lunes especialmente gris, no sólo debido a la climatología, volvió a verle. Allí estaba él, esperando pacientemente su turno en la sala de espera. ¿Qué estaba haciendo él allí? ¿Por qué había venido?  No tenía nada grave, realmente no debería haber acudido, en realidad los síntomas eran muy difusos e inespecíficos. Pero en cualquier caso esa visita inesperada hizo que sonriera fugazmente mientras cerraba la puerta de la consulta tras el paciente misterioso que se marchaba. A la mañana siguiente pensó en el, de camino al trabajo, mientras aguantaba la charla de una jubilada sobre sus varices y su diabetes.

Durante los dos meses siguientes, todos los viernes sin excepción, el paciente misterioso acudió con las excusas más absurdas a su consulta y durante los dos últimos meses ella no pudo sacarse esos pequeños momentos de la cabeza. Pensaba constantemente en él, en los momentos más inverosímiles: al conducir, en la ducha, en un congreso… Esperaba con ansia la llegada del viernes y no porque fuera el preludio del fin de semana, no. Escrutaba con desesperación la sala de espera, cada vez que abría la puerta de la consulta, esperando ver su rostro entre los demás. Él nunca llegaba a la misma hora, lo cual añadía incertidumbre al pequeño jueguecito de cada viernes. «¿Vendrá? ¿Se habrá cansado ya de esta absurda aunque embriagadora representación teatral?» pensaba cada vez que abría la puerta y él no estaba sentado en alguna de las incómodas sillas de plástico rojo de la sala de espera. Siempre aparecía. Él nunca faltaba a su cita semanal.

Ayer fue la última vez que Hugo, que así se llamaba, acudió a su consultorio. Armándose de valor le pidió una cita y ella se sorprendió a si misma aceptándola sin reservas. Había imaginado muchas veces que esto ocurría. Había planeado con detalle la ropa que llevaría puesta al producirse el encuentro, pero nunca había imaginado que sus fantasías acabasen por trascender al plano real.

Hugo nunca había reunido la suficiente entereza para pedir salir a nadie. Nunca ha tenido una cita, ni siquiera de adolescente, cuando nuestra juventud nos impulsa a comernos el mundo sin masticarlo siquiera. El paciente misterioso de Luz nunca ha besado a una mujer y, por supuesto, continúa siendo virgen a sus treinta y seis años. Durante toda su vida ha sido la sombra de su madre, quien se ha encargado de recordarle a diario lo mucho que la necesita, que sin ella no es nadie. Amablemente le recuerda, mínimo una vez cada día, la cantidad de sacrificios que ha hecho por él. «Sacrificios» que continuará haciendo con la esperanza de que, algún día en su vejez, le sean devueltos por su retoño.

Cada vez que se siente excesivamente agobiado por su madre, Hugo se encierra en el armario de su habitación. En ese pequeño espacio, a oscuras, se siente protegido y tranquilo. Cierra la puerta del guardarropa, se sienta cruzando las piernas, entierra la cabeza en sus rodillas y grita en silencio. No puede hacer ruido, si su madre le oyese se preocuparía mucho y lloraría desconsolada por el mal hijo que la vida le ha otorgado. No le ha contado a su madre que tiene una cita, no le ha contado lo valiente que fue la última vez que vio a Luz. Quiere gritarlo, gritar de verdad, para que le escuchen, quiere decir que está harto, que quiere ver a su doctora y comportarse con ella como alguien normal de su edad. Necesita gritar, pero no en silencio. Quiere que le oigan y lo hace. Grita dentro del armario todos sus traumas, hasta quedarse sin voz y vacío de ellos. Ya está preparado para su primera cita.

La doctora, cargada de miedos, está intranquila. Hoy por la tarde volverán a verse, esta vez sin la bata blanca o el recetario de por medio. Ella se ha peinado, vestido y maquillado cuidadosamente. Está nerviosa, muy nerviosa, ha ensayado mil veces las palabras que dirá y ninguna le convence. Tiene miedo, se dispone a tragárselo como es habitual, y de repente una idea fugaz cruza su mente. Asiente, sonríe y decide que la idea merece ser llevada a cabo.

Luz se ha plantado en su baño, ha respirado muy profundamente, ha introducido el dedo indice y corazón de su mano derecha en su garganta, irritada de tanto tragar desolación, y se ha obligado a vomitar toda la negrura acumulada a lo largo de su vida. Imágenes diversas cruzan su mente a la velocidad de la luz: soledad, miedo al fracaso… «¿De verdad tengo que deshacerme de esto? Forma parte de mi coraza. Gracias a lo vivido y tragado aprendí a sobrevivir entre tanta mierda», grita su cerebro desesperadamente. «¿Soportaré un nuevo fracaso, si llega, desprovista de mi negrura?  No lo sé… Lo único que sé es que con ella dentro nunca fui feliz. Nunca me permití vivir realmente, me limité a existir». Mientras la claridad toma el control de su mente, la negrura, en forma de viscoso vómito, resbala por el inodoro. Pronto, al tirar de la cadena, perderá el miedo a seguir adelante, a emprender algo nuevo, a caer y sangrar. Renacerá para sí misma más que para el mundo. Se habrá vaciado para dejar sitio a todo lo bueno que vendrá.

Faléfica (@Falfica)

¿Cuánta mierda serás capaz de tragar?

La Hija del Cuervo (Parte V)

La Hija del Cuervo (Parte V)

– De lo divino y lo humano –

Esta mañana he despertado intranquilo. Tras bastante tiempo he conseguido recordar todo lo acontecido la noche anterior y ver que mi nerviosismo es algo completamente normal, dadas las circunstancias. Necesito poner mis ideas en orden, aclarar mis pensamientos e intentar componer una estrategia para afrontar todo lo que, a partir de ahora, vendrá.

Anoche Emsylda me confió una información valiosísima y decisiva sobre el futuro de todos. Ella confía en mí, en que yo soy el indicado para tan importante tarea. Incluso me pidió que sea el encargado de su entrenamiento en el manejo de la espada y yo no estoy dispuesto a decepcionarle por nada del mundo.

Es vital para mí plasmar la historia y recoger, por escrito, cuales serán mis movimientos en este juego que empezó anoche. No quiero perder en el olvido ni un sólo instante. Jamás me ha interesado especialmente poner por escrito lo que me pasa, pero esto es diferente. Siento que debo ser, entre otras muchas cosas, el cronista.

No sé cuál será el papel final que deberé interpretar pero, inexplicablemente, me sorprendo a mi mismo imaginando grandes batallas que relatarán los libros de Historia. Fantaseo con dirigir, junto a mi amiga, el ejército que librará la contienda decisiva para el destino de la magia, los dioses y los hombres.

Apenas hace unas unas horas del regreso de Emsylda y ya se han formado en mi cabeza unas ideas clarísimas sobre la contienda y sus orígenes. Tengo conocimientos nuevos sobre jerarquías e historias de dioses y demás seres mágicos que jamás conocí o escuché anteriormente. Es como si Trob hubiera querido, en base a mi cometido en esta historia, dirigir mis pensamientos y movimientos implantando cierta información en mi cabeza, mientras dormía. Todo es bastante inexplicable y confuso, pero estamos hablando de magia. A partir de ahora debo prepararme para lo irracional, debo aparcar todas mis creencias anteriores, pues sospecho que no las voy a necesitar, no en esta guerra.

No sé cómo, pues mi amiga no me habló anoche de ello, pero he despertado conociendo perfectamente la historia de Dergaon, tierra de dioses, y cómo Hesmanon planeó minuciosamente hacerse con el control de la magia. Una historia vital para el desarrollo de mis planes, que contiene una valiosa información para la creación de mis propias estrategias de combate.

Dergaon significa «tierra de dioses» y está dividida en dos planos: Lebael, ciudad natal de Emsylda (morada de las deidades) y Edelor (lugar que habitan los sacerdotes, seres encargados de la comunicación entre los dioses y oráculos). Ni siquiera sabía la existencia de dos planos distintos dentro de un mismo lugar, es algo que me resulta bastante sorprendente y extraño. Es indispensable que dedique un tiempo a estudiar algo de nuestra historia más remota a fin de comprender toda información de la manera más correcta posible.

Los habitantes de Lebael, al tratarse de dioses, pueden acceder a Edelor siempre que quieran, siendo imposible que los habitantes de Edelor accedan a Lebael, pues los seres superiores no deben ser molestados por seres inferiores. En mi opinión, los dioses no deberían ser importunados por nadie inferior a ellos. Si fuera un dios, yo tampoco querría que mis sacerdotes vinieran a molestarme con sus problemas, únicamente querría darles mis encargos y que los cumplieran a la perfección. Generalmente los dioses tienen necesidad de visitar el plano de los sacerdotes cuando necesitan comunicarse con los humanos, para transmitirles una profecía que será de vital importancia en el destino de todos.

Los sacerdotes son el enlace entre dioses y humanos, debido a su condición de semidioses. Descienden de los seres nacidos de la rarísima unión entre un dios y un humano. Esta unión no es nada común pues los dioses no deben descender al plano de los hombres, aunque en la antigüedad gustaban de hacerlo más a menudo. Hubo un tiempo en que los hombres eran más puros, sin tanta maldad, con un espíritu capaz de hacer que hasta un dios pudiera amarlos.

Cada sacerdote de Edelor pertenece a uno de los diferentes templos, erigidos en honor de los dioses, en la tierra de los humanos. La pertenencia a esos templos viene marcada por el dios que dio origen a la familia de la que desciende cada sacerdote. Bajo mi punto de vista, es bastante lógico que cada persona se dedique a servir a la divinidad que originó su estirpe y que, por tanto, es responsable de su existencia y de la de sus antepasados.

Los oráculos, sin embargo, son humanos que habitan en los templos. Su principal misión es la de recoger y transmitir la sabiduría que, por medio de los sacerdotes, les envían los dioses. Para llegar a ser oráculo se necesita una gran sensibilidad hacia todo lo relacionado con el mundo mágico, además de un corazón puro y una mente clara. Mediante la sabiduría adquirida a lo largo de su preparación y de la meditación, los oráculos reciben el mensaje divino. Éste deberá ser transmitido al resto de los hombres tal y cómo les ha sido entregado, sin alterarse en lo más mínimo. Una alteración, por ínfima que fuese, podría cambiar el orden de todo, de ahí que se requiera una gran pureza y sabiduría para desempeñar tan importante labor. El mensaje divino es transmitido en los templos a aquellos fieles que van a orar a los dioses, y es a partir de ellos que la palabra se extiende al resto de personas. Nadie en nuestra tierra dudaría de la palabra de un dios, incluso si no acuden habitualmente a orar a los templos.

Mientras intento comprender a la perfección la situación, una certeza se instala en mí y me golpea con fuerza. Súbitamente, asimilo aquello que (sospecho) Trob quería que entendiese al conocer toda la información. Estamos solos ante la contienda que se avecina, el campo de batalla no se encuentra en Lebael sino en Diatan, tierra de hombres, un lugar apartado de toda magia. Los dioses, en este caso, no podrán intervenir, o al menos no directamente.

Hesmanon, nuestro enemigo, lo sabía. Hace muchos años, buscando una clara ventaja que no poseería de ninguna otra manera, había trasladado la contienda a nuestra tierra. Sabía que enfrentarse contra los dioses era una batalla perdida, pero… ¿y si el enfrentamiento fuese entre humanos?

Muchos siglos atrás, Hesmanon fue un dios como los demás . Era el protector de la sabiduría y, por tanto, el más sabio de todos ellos. A menudo, el resto acudían a él en busca de consejo y siempre obtenían una respuesta satisfactoria. Muchas de las deidades empezaron a ver la belleza que habitaba en el corazón de los humanos y comenzaron a  enamorarse de ellos. Él no veía con buenos ojos el hecho de rebajarse a amar a seres tan inferiores y, finalmente, estos pensamientos acabaron generando un odio profundo que  corrompió su esencia divina. Se convirtió en alguien que odiaba a todos aquellos que le rodeaban y que deseaba robar la magia, para poseerla en solitario y así acabar con todo ser inferior y someter a los dioses.

Sabedor del castigo que le esperaba cuando el resto de dioses averiguaran sus planes, el malvado dios había engañado a Mírela para que revelara su horrible secreto. Sabía que, si el resto de divinidades conocía la verdad, le castigarían. Estaba convencido que le transformarían en mortal y le expulsarían a Diatan. Deseaba, mediante la revelación de sus oscuras pretensiones, propiciar su transformación en humano e inclinar la balanza a su favor, al obligar a los dioses a mantenerse al margen. Sabia decisión.

En mi opinión, este movimiento le aportaba muchas posibilidades de salir vencedor de la contienda. Las posibilidades para Hesmanon se tornaban casi infinitas con esta jugada. De no ser por nosotros, claro. Él no conocía el papel que jugaremos Emsylda y yo. Creo que somos la fuerza que cambiará todos los pronósticos.

Continuará…

Faléfica (@Falfica)

La Hija del Cuervo (Parte IV)

La Hija del Cuervo (Parte IV)

– Secretos –

Emsylda me miró, sonriendo mientras se incorporaba lentamente. Aún seguía desnuda y no pude evitar contemplar su belleza sin ropas que la cubrieran. Ella lo notó y yo aparté la mirada avergonzado, provocándole una sonora carcajada. Adoraba su risa, era para mí la sinfonía más bella jamás compuesta.

La intimidad de nuestro breve encuentro a solas, fue interrumpida por el resto de habitantes que acababan de llegar. Amalit, en cabeza de la multitud, corría hacia su hija con el regalo de cumpleaños en la mano para tapar su desnudez. Madre e hija se abrazaron brevemente mientras la multitud permanecía a una distancia prudencial, para no interrumpir tan emotivo momento. La mujer ayudó a vestirse a mi amiga con el vestido de novia que, a pesar de ser de corte bastante sencillo, le quedaba como un guante y realzaba aún más sus formas.

Emsylda se sentía bastante cómoda con la ropa que su madre acababa de entregarle. El vestido, lejos de incomodarle debido a su significado, le producía una agradable sensación de seguridad. Más que un vestido a ella le parecía una armadura, con la cual vencer cualquier peligro que pudiera acecharle. Se sentía casi invencible con su cuerpo cubierto por esa tela blanca impregnada de magia. Con su nueva ropa y su actitud de heroína, se agachó a recoger el libro y la espada, mientras el cuervo se posaba en su hombro. Cuando se irguió, el animal lanzó un triunfal graznido que resonó en toda la playa, instándonos a contemplar tan gloriosa estampa. Delante de nosotros teníamos  una mujer segura, fuerte y sabia, que nos protegería con su espada y su inteligencia del mal que aún no sabíamos que se avecinaba. Todos sentimos que estábamos mirando a alguien que llevaría a cabo grandes proezas.

Durante gran parte de la noche festejamos en la playa, de manera improvisada, la vuelta de la joven y su reciente cumpleaños. Hicimos hogueras, comimos y bebimos aquello que pudimos aportar cada uno. Amalit estaba feliz, se alegraba tanto de tener a su hija de vuelta… Pasadas unas horas el gentío se fue disolviendo poco a poco y, finalmente, sólo quedamos la familia de Emsylda, ella y yo. Aún recuerdo, como si la conversación acabase de suceder, cada palabra dicha.

─Mamá, papá, ¿podríais dejarme a solas con Persus? Tengo que hablar con él de algo muy importante.
─Por supuesto, cariño. ─Se apresuró a contestar Amalit, siempre tan respetuosa con los asuntos de su hija.
─¡Acompaña a mi hija a casa cuando acabeis! ─Dijo Zoator, dirigiéndose a mí.
─Descuide, así lo haré. ─Contesté tratando de parecer alguien que protegería a Emsylda con su vida si fuera necesario, ya que así era.

Antes que Emsylda empezase su relato le miré a los ojos y supe que me pidiese lo que me pidiese me dejaría la vida por cumplirlo. Su mirada había adquirido la gravedad de alguien que porta una tarea crucial sobre sus espaldas y no estaba dispuesto a dejar que realizase sola semejante cometido. Mi amiga suspiró, como queriendo ordenar sus ideas, y comenzó el relato de lo que había pasado mientras todos buscábamos desesperados.

Al parecer no recordaba cómo, mientras dormía, había sido transportada a una cueva de aspecto inquietante con un río de lava fluyendo por ella. En el lugar también se encontraba su fiel cuervo que portaba el libro en el pico. A pesar de no reconocer el sitio no sintió miedo, tenía la sensación de encontrarse en casa tras un largo viaje.

Su amigo de alas negras súbitamente se posó en el suelo y se transformó en un anciano de aspecto venerable. El hombre le resultó extrañamente familiar a pesar de no haberle visto en la vida. Él comenzó a hablarle en un idioma extraño pero sorprendentemente comprensible para ella. Le contó que era su verdadero padre, mientras lágrimas de emoción surcaban sus arrugadas mejillas. Trob, dios protector de la magia, no había tenido más remedio que apartar a su hija de Lebael, ciudad natal de la joven. Tras su nacimiento, se hizo necesario protegerla y asegurarse que siguiera con vida para cumplir su cometido, salvar la magia. Un malvado dios había amenazado con matar a cualquiera que se interpusiera en sus siniestros planes y, según la profecía, ella era quién impediría que los llevase a cabo. Toda la historia del pasado y futuro de Emsylda, así como su misión, estaba contenida en una antigua profecía. Ésta había sido enunciada por la diosa de la sabiduría, llamada Iraen, su propia madre biológica y esposa de Trob. La inmensa sabiduría de los dioses, profecía incluida, estaba recogida en ese libro negro, que tras el encuentro en la cueva se había vuelto legible para mi amiga. Al volver de nuevo al pueblo debía leerlo todo, empaparse de su historia y aprovechar cada señal que el destino le ofreciese.

Emsylda descubrió aquel día  que no había sido adoptada al azar por Zoator y Amalit, ya que estos eran dos fieles sirvientes de sus padres enviados a Amenort con los recuerdos modificados para cuidar de ella. No fue una decisión fácil para sus progenitores, pero mantener a su hija lejos del peligro era una prioridad, por doloroso que les resultase. A pesar de estar en tan buenas manos, Iraen había instado a su marido a velar por su hija. Para ello pasaba la mayor parte del día convertido en cuervo revoloteando cerca de Emsylda, pues temía que Hesmanon pudiera hacerle daño. Este ser perverso, enemigo de todo el mundo mágico, era un dios convertido en humano. Había sido transformado por el resto de dioses como castigo a sus deseos de robar la magia y usarla únicamente con fines destructores. Su maldad y sed de venganza habían aumentado con el castigo recibido y por tanto, podía acabar averiguando el paradero de la joven para acabar con ella.

El tiempo pasado en aquella cueva con su padre aportó a Emsylda, además de conocimientos sobre su vida real, una nueva perspectiva sobre cómo habría de ser su vida a partir de ese momento. Supo que, además de los padres que hasta ahora había conocido, tenía otros que la querían muchísimo y que velaban por su seguridad en todo momento. También se dio cuenta del importante papel que debía jugar, el mundo mágico estaba en guerra y ella sería quien capitanease uno de los bandos, el bando vencedor, de eso estaba segura.

Tras los momentos compartidos con Trob en la cueva, había llegado el momento de volver a la playa, de empezar la lucha. La primera parte del entrenamiento había concluido.

– No sé más que lo que te acabo de contar, toda la historia completa está en el libro pero no he podido leerlo aún. Trob me ha pedido que comparta todo esto únicamente contigo (el resto no están preparados para semejante conocimiento) y que me empape bien de la historia contenida en estas páginas. Sé que debo entrenar en la lucha armada y creo que tú debes ser mi maestro, por eso mi padre me ha pedido que te lo cuente. Cuando este lista para cumplir mi misión volverá a por mí y tú tendrás que ayudarme, si quieres. Sentenció Emsylda, mientras yo callaba y asimilaba que una guerra parecía acercarse silenciosa por el horizonte. Una guerra en la que yo lucharía al lado de mi amiga hasta mi último aliento. Estaba decidido.

Continuará…

Faléfica (@Falfica)

La Hija del Cuervo (Parte III)

La Hija del Cuervo (Parte III)

– La espada en la playa –

Zoator y Amalit, padres de Emsylda, supieron enseguida que algo sucedía, pues su hija no contestó. Insistieron dos veces más antes de entrar, pese a que presentían que Emsylda no se hallaba en su cama, durmiendo plácidamente como era de esperar. Finalmente giraron el pomo y abrieron la puerta, con el corazón encogido, para contemplar una cama vacía. Instintivamente, ambos dirigieron su mirada hacia la mesita de noche, lugar donde habitualmente descansaba el libro misterioso de su hija. El libro había desaparecido junto con su dueña.

Buscar por la casa fue inútil: Ella no estaba allí. No obstante, sus padres pusieron la pequeña vivienda del revés buscando alguna señal que indicase dónde podría estar la joven y qué le había pasado. Todo fue en vano, no hallaron nada fuera de lugar.

El pueblo entero fue informado de la desaparición de Emsylda, la joven qué llegó a los acantilados de La Playa de las Brumas, en una cesta, hacía dieciocho años. Su fiel amigo Trob, el cuervo que le seguía allá dónde fuera, tampoco había sido visto ese día por los cielos de Amenort.

Desesperado por encontrar a mi amiga, organicé grupos de vecinos para peinar el pueblo y dar con ella. Los grupos, que contaban con hombres jóvenes y fuertes, fueron enviados a las montañas, encabezados por el capitán de la guardia. Aquellos habitantes que tenían habilidades para la caza y el combate se dirigieron al bosque, conmigo como guía. Recorriendo las calles del pueblo, encargados de la búsqueda, quedaron los más ancianos o aquellas personas que no serían útiles ante un posible peligro, dirigidos todos ellos por Amalit y Zoator. Encontrarla viva se me antojaba lo más importante en ese momento. Todos teníamos los ojos puestos en la tierra y en los cielos, esperando ver aparecer a su fiel amigo negro, volando e indicándonos la posición en que podría encontrarse. Pasó un día entero y no encontramos ni tan siquiera una pista sobre su paradero.

La noche fue muy larga y llena de interrogantes. La casa del maestro estuvo llena de gente hasta bien entrada la noche. Por todos lados se veían personas cabizbajas que iban y venían, tratando de mostrar su apoyo a los apenados padres en momentos tan difíciles y tristes. Amalit lloraba con la mirada perdida y el corazón encogido, mientras que Zoator trataba de mantener la calma que a su mujer le faltaba. Sentía que era imprescindible mantener la sangre fría e intentar, en todo momento, aportar la cordura que le permitiera dar con el paradero de lo que más quería: su hija.

Antes del amanecer ya no quedaban extraños en la casa, todos se habían retirado a descansar para emprender de nuevo la búsqueda unas pocas horas después. De madrugada, sólo quedábamos sus propietarios y yo. Fue entonces cuando empezamos a recordar momentos vividos con ella. Cómo nos aportaba siempre fuerza y ánimo, su manera de comprendernos a todos, su inagotable alegría y felicidad… y nos juramos que, pasara lo que pasara, íbamos a encontrarla sana y salva. La necesitábamos de nuevo en nuestras vidas.

El segundo día estaba siendo idéntico al primero, todo el pueblo empeñado en encontrar a una joven de la que no había absolutamente ninguna pista. Todos estábamos desanimados y tristes, pues pronto anochecería y no habíamos avanzado nada con respecto al día anterior. Nada nuevo, ni una pista que infundiera esperanza, nada… Solo un puñado de personas cansadas y desesperadas, buscando sin hallar.

El silencio de repente fue roto por una voz infantil, plagada de nerviosismo, que gritó mientras daba saltos y señalaba con el índice al cielo: – ¡Mirad, es su cuervo, allí, volando en círculos! ¿Lo veis? Inmediatamente todos alzamos la vista, sincronizados para descubrir que, efectivamente, Trob volaba en círculos graznando sobre lo que parecía ser La Playa de las Brumas, lugar de la primera aparición de Emsylda.

No recuerdo haber corrido más rápido en toda mi vida, fui el primero en llegar a la playa para descubrir a mi amiga sentada en la orilla, con el cuervo posado en sus rodillas. Estaba desnuda y a su lado, además del libro que siempre portaba, había una espada con grabados muy similares a los que contenían las páginas de su libro negro, que tantas veces habíamos intentado descifrar juntos. Mientras corría hacia ella grité su nombre y, cuando se giró, pude ver sus ojos (que siempre me habían fascinado) y descubrí que ahora había algo diferente en ellos.

Parecían cargados de secretos y sabiduría.

 

Continuará…

Faléfica (@Falfica)

La hija del cuervo (Parte II)

La hija del cuervo (Parte II)

– El vestido de la novia –

Aquel extraño libro, de simbología desconocida para cualquiera que intentase descifrarlo, tenía atrapada a Emsylda. Nunca se dejaba ver sin él entre sus manos, siempre acariciando su cubierta como si, mediante el tacto, pretendiera adivinar todos sus secretos escondidos. Muchas veces traté de disuadirla para que abandonara su obsesión por algo que no tenía ningún sentido, pues jamás podríamos descifrar los misterios que albergaba. Siempre que esto pasaba, mi amiga se encogía de hombros, se mofaba de mi falta de fe y me pedía que mantuviera mis palabras insidiosas lejos de su maravilloso libro. Ella pensaba que sus páginas tenían una especie de vida propia, otorgada sin duda por una magia muy avanzada e inexistente en nuestra época y en nuestro mundo. Mi amiga estaba convencida de ello porque, según me había dicho mil veces, en sueños le susurraban historias que jamás recordaba a la mañana siguiente.

La mañana en que Emsylda cumplia dieciocho años, mejor dicho: la mañana en que hacía dieciocho años que ella había aparecido en el pueblo, sus padres adoptivos tenían intención de despertarle con un regalo muy especial. Le llevarían un precioso vestido, el vestido con el que algún día habría de casarse.

Según era tradición en nuestro pueblo, cada muchacha recibía ese regalo al alcanzar la mayoría de edad. Los padres de las jóvenes solían encargar, meses antes de la fecha, a la mejor modista de la comarca, el especial presente. No escatimaban en gastos (la mayoría comenzaban a ahorrar para semejante acontecimiento el día que sus hijas nacían) e imaginaban con gran ilusión la cara de su hija al desenvolver el paquete finamente adornado. Como todo en nuestro mundo, debía llevar impresa una dosis de magia. Cuando el vestido estaba finalizado, los ilusionados padres de la futura novia, llevaban el vestido a bendecir por la hechicera. Como pasa en todas las cosas cada persona, y por consiguiente su magia, es diferente. No todas ellas tienen los mismos poderes, ni éstos son igual de potentes o precisos en todos los casos. Es por esto, que los padres se veían obligados a elegir muy cuidadosamente a quién encargaban bendecir la futura unión de sus hijas, que es lo que se pretendía mediante el encantamiento del vestido. A partir de ese momento, las jovenes debían empezar a pensar en su futuro y era costumbre encontrar, lo más pronto posible, si no lo tenían ya, un hombre al que unir su vida para siempre.

Los padres de Emsylda, como los de cualquiera, habían dedicado mucho tiempo y esfuerzo para cumplir con las tradiciones. Deseaban que todo fuera perfecto en el dieciocho aniversario del día en que su hija apareció en aquella cesta custodiada por un cuervo, que a partir de ese momento la seguiría a todas partes. Habían decidido establecer esa fecha como la de su nacimiento por falta de datos anteriores. Todo debía ser perfecto. Su madre elaboró un desayuno especial compuesto de algunos de sus alimentos favoritos, pusieron un mantel nuevo para la ocasión y acomodaron calas moradas en el centro de la mesa, las flores preferidas de Emsylda.

Todo transcurría según lo habían planeado durante los últimos dieciocho años desarrollándose, hasta el momento, bajo el halo de la felicidad y la perfección. Nada hacía presagiar lo que vendría a continuación, hasta que el maestro y su mujer llamaron a la puerta del dormitorio de la joven…

Continuará…

Faléfica (@Falfica)

La hija del cuervo (Parte I)

– Emsylda –

El tiempo de la magia está llegando a su fin. Cada vez queda menos arena en la parte superior del reloj que marca el tiempo de su existencia. Si he de ser sincero, diré que no me sorprende, ya no creemos en nada que no pueda ser explicado con dinero. Atrás, muy atrás, quedaron los portales que daban paso a otras realidades. No me sorprende la casi total destrucción del mundo mágico, lo que en realidad me sorprende es que nuestra salvación dependa de ELLA.

Emsylda, que en la lengua secreta de los magos significa hija del cuervo, en realidad no es hija de nadie. La muchacha apareció, hace muchísimos años, siendo un bebé, en los acantilados del pueblo. Un cuervo, posado en la cabecera del capazo dónde dormía, inspiró su nombre. La vieja partera, que siempre fue tomada por bruja, propuso llamarle así y todos aceptaron. La familia del maestro decidió que se haría cargo de la niña para que nunca le faltase nada.La hija del cuervo (Parte I)

En aquella época yo también era un niño de apenas tres años así que no recuerdo prácticamente nada, únicamente retazos de conversaciones en las que mi madre le contaba a las vecinas que una niña abandonada, de ojos negros y piel muy clara, había sido salvada de una muerte segura por el maestro y su mujer.

Mis recuerdos sobre la infancia de Emsylda y la mía propia son muy claros y felices. Crecimos jugando, inseparables… Siempre sentí que debía proteger a esa increíble niña cuervo que apareció de la nada en el pueblo y se quedó para siempre. De niño jamás me extrañaron las inusuales habilidades de mi amiga. Ahora, con el paso de los años y la experiencia, siempre que lo pienso llego a la misma conclusión: desde que nació estuvo predestinada a realizar grandes proezas.

Recuerdo que, cuando ella me miraba a los ojos, sentía que una corriente me traspasaba y me confirmaba que podía confiar ciegamente en mi amiga. El carácter de Emsylda, excepto conmigo que siempre fue dulce, era muy cambiante. La joven podía realizar los actos más malvados que se puedan imaginar, tratándose de una niña, sin el más minimo remordimiento para, al momento siguiente, actuar guiada por una bondad infinita. Ella era, o al menos así me gustaba definirla, las dos caras de una valiosa moneda.

Al cumplir los quince años ya no quedaba ningún rastro de apariencia infantil en la muchacha, me parecía la criatura más preciosa del pueblo y, sospechaba que también lo era de todas las tierras más allá de nuestras fronteras. Sentía que podría pasarme horas mirando sus ojos, acompasando mi respiración a la suya mientras ella leía ese libro a los pies de un árbol. Se podría decir que mi pasatiempo favorito era seguir sus pasos dónde quiera que fuera, mirando en silencio e imaginando que algún día tendría valor para contarle lo incondicionalmente atado que me sentía a ella.

Mi fascinación por ella no era correspondida, Emsylda sólo sentía adoración por un libro que había encontrado hacía unos meses en el mismo sitio dónde nosotros la encontramos a ella. El libro, de tapas negras y duras, grabadas con unos símbolos extraños, parecía haber bajado al infierno y haber vuelto al pueblo debido al grado de deterioro que presentaba. Entre sus hojas rotas se apretaban unos símbolos incomprensibles trazados en tinta negra. Nadie comprendía los misterios que encerraba. Nadie excepto mi amiga, que afirmaba que sus páginas, pese a no comprender el contenido, le hablaban en sueños, susurrándole historias mágicas de la antigüedad.

Continuará…

Faléfica (@Falfica)

Los ojos de la hechicera

¿Creeis en la magia? Yo sí, y no estoy hablando de cuentos de hadas, de princesas y castillos, bolas de cristal y sortilegios de cuarta. Hablo de magia de verdad, ancestral, de personas con poderes capaces de cambiar la vida y el destino de mucha gente.

Conocí a una mujer de esas que leen el futuro, pitonisas las llaman, creo. Era vecina de mi abuela además de infalible en su clarividencia. Jamás fallaba en sus predicciones, así que cualquiera que no la hubiese conocido y tratado se habría extrañado de que no fuera la típica carroñera que se hace rica negociando con el futuro de los demás. Podría haber ganado mucha pasta haciendo lo que quiera que hiciera… Sin embargo, prefería malvivir en una corrala antigua aceptando, como pago, la voluntad de las vecinas por leerles un futuro menos emocionante y más ajado que las cortinas de su salón. Desperdiciaba su vida y sus dones en menudencias de patio de vecinos.

Mi abuela me la presentó por casualidad, todo surgió a raíz de un inocente comentario del tipo: «a ver si le arreglas el futuro a mi nieto, que es muy buen chico pero tiene muy mala suerte» mientras subíamos en un ascensor con más años que las dos ancianas y yo juntos. Me reí,  incrédulo, diciendo algo parecido a «sólo yo escribo mi destino», no lo recuerdo bien. El aspecto de la vieja incitaba a todo salvo a querer estar a menos de treinta metros de ella. La bruja me invitó a tomar café cuando quisiera y, dos semanas después, más por dejar de escuchar los reproches de mi abuela que por otra cosa, fui. Me había jurado y perjurado a mí mismo que no iba a formar parte de los desvaríos de dos ancianas con un pie en la tumba y, sin embargo, un martes de enero me encontraba llamando al timbre de «la loca del Tarot».

La casa de Celestina (curioso nombre para una vieja cuyo oficio era, en parte, intentar manejar las vidas de otras personas) era el lugar más deprimente que había visto en mi vida. Los muebles tenían una capa de polvo que debía llevar depositándose desde 1800, los zapatos se pegaban al suelo de madera a cada paso que daba, olía muy fuerte a pis de gato pese a no tener ninguno por allí y había humedades y moho en cada pared dónde posara la vista. Del aspecto de esa mujer no diré mucho, pues me daba tanta grima que evitaba, en la medida de lo posible, mirar su cara completamente arrugada, curtida por las calamidades, con una textura parecida a la del cuero viejo. Sus ojos sin embargo, grises como un cielo de tormenta, conservaban el poder que debió ostentar antaño, cuando fue joven y hasta puede que bella. Unos ojos penetrantes que, sólo con mirarme, me hicieron sentir como un libro abierto ante su dueña. Supe que estaba leyendo en mí y que no podía ocultarle nada.

Aquella mujer de mirada aterradora y brava consultó sus cartas y piedras y hasta me tomó de las manos, adivinando todas mis preocupaciones y problemas. Recuerdo que pensé que toda esa parafernalia era pura pantomima, ella ya lo sabía todo desde el instante en que sus ojos rebuscaron en los míos, al entrar en la vivienda.  El primer día no me dijo nada, se limitó a parecer una pitonisa de la tele, con su baraja y sus chorradas que no llevaban a ningún sitio. No quiere asustarme, aún es demasiado pronto, pensé. Únicamente recopiló información sobre mi futuro como si leyera un libro de cuentos, sin dejar de asentir y murmurar. Pasada media hora me instó a marcharme y me amenazó con una maldición si no volvía a pasarme por su casa al día siguiente. Esa noche se lo conté a mis amigos y todos nos reímos mucho con la historia de mi abuela y la chiflada de su vecina.

Al día siguiente junté el valor necesario para volver y enfrentarme a esos ojos que lo sabían todo de mí. Volví, a pesar de las burlas de mis amigos y de mi miedo a los poderes de esa vieja. Una vez allí, comprobé que aquella mujer era la magia concentrada en el cuerpo de una anciana con olor a pañales sucios y ojos de tormenta. Me habló de toda mi vida hasta el momento, sin cometer ningún error, contándome cosas que sólo yo sabía. En ese instante tuve claro que Celestina era una bruja de verdad y que, sorprendentemente, parecía dispuesta a ayudarme a mejorar mi vida.

Durante casi un año fueron constantes las visitas diarias a la casa. Todo mejoró. Sus sabias palabras me llevaron a invertir mi poco dinero en un negocio que creció como la espuma en apenas un par de meses. Me aconsejó dejarme caer por un pequeño café del centro un día y hora concretos en los que conocería al amor de mi vida. Me instó a evitar tomar cierto autobús que, desgraciadamente, se estrelló, llevándose la vida de todos sus ocupantes, salvo la del pasajero del asiento 47, que no había llegado a subir a bordo. ¡Me salvó literalmente la vida! Sus sabios consejos me procuraron tantas cosas buenas…

Mi vida, por obra y gracia de ésta mujer, se convirtió en aquello que siempre había soñado. Gracias a la anciana, que parecía adivinar cada movimiento del destino, pude adelantarme a todo lo bueno que me esperaba y conseguirlo, sorteando males y desgracias. Finalmente, debido a los poderes de la bruja, no quedaba nada en mi vida que no me gustase o no me hiciera completamente feliz. Celestina me lo había dado todo, sin pedir jamás algo a cambio, sin aceptar nada con que yo quisiera premiarle.

Una tarde particularmente calurosa, en la que la anciana y su casa olían especialmente mal,  me dijo que ella ya me había dado todo cuanto podía. Su trabajo conmigo había llegado a su fin, ahora me tocaba seguir solo. Bromeó diciendo que, a partir de ahora, sólo me querría en su casa como visitante y no como cliente y nos despedimos como cualquier día normal.

Tardé un par de días en decidirme a volver a su casa, quería decirle que no tenía muy claro cómo debía proceder a partir de ese momento, que seguía necesitando sus enseñanzas, pues eran eso más que predicciones. Llamé a su puerta y nadie abrió. Toda una semanana estuve intentándolo, pero tras la puerta parecía no haber nadie, no se adivinaba signo de vida alguno. Pregunté a mi abuela y me dijo que no conocía a nadie con esas características, cosa que en ese momento no me alarmó, pues el Alzheimer hacía tiempo que se había instalado en su cabeza impidiéndole recordar las cosas más cotidianas. Tras varias semanas de visitas a la casa, llamando incesantemente sin obtener resultados y de investigar por mi cuenta, descubrí algo que me dejó paralizado. Celestina había existido y vivido en esa casa, sí, pero llevaba más de cincuenta años en brazos de la tierra.

Al principio pensé que tenía que tratarse de un error, idea que descarté el día en que me hallé frente a su tumba y pude ver las fechas, cuidadosamente grabadas. El mármol, negro como las ropas que ella acostumbraba a llevar, tenía signos de total abandono. Las esquinas estaban deterioradas y varias grietas surcaban la piedra de lado a lado. No tenía ninguna flor ni parecía haberlas tenido nunca, sólo el nombre y la fecha de su muerte. La cabeza me daba vueltas, sentí náuseas, y cada cifra impresa en esa lápida me quemaba como si me las hubieran grabado a fuego en el tórax. ¿Qué estaba pasando? Nunca obtuve respuesta.

A partir de ese momento mi vida fue un desastre. Cada decisión tomada me alejaba galopando de esa vida tan feliz y tan perfecta, que la anciana (o lo que quiera que fuese) me había fabricado. Lamento decir que no supe vivir mi propia vida, y por eso acabé perdiéndolo todo. Vagando como un fantasma, sin nada…

Iba a menudo a su tumba pues para mí era lo más parecido a un hogar que me quedaba, le llevaba flores cuando podía, incluso llegué a robarlas de otras sepulturas cercanas. Le hablaba y le preguntaba por el sentido de todo aquello, aunque sabía que no encontraría ninguna respuesta. Buscaba alguna especie de señal sobrenatural, algo, lo que fuera… Nunca obtuve nada, sólo el silencio que imprime la muerte, el silencio típico de los cementerios vacíos.

Ninguna señal, únicamente frío y silencio, hasta que un día, cuando estaba acercándome a su lápida, la ví. No se parecía físicamente en nada a la mujer que yo recordaba, era joven y guapa, pero era ella, no había duda… Sus ojos de mil tormentas le delataban. Me sonrió, y me reprendió suavemente por no haber sabido aprovechar las cartas que me entregó el destino, enviándola para ayudarme.

Me dijo que ya nada importaba, que ella era la encargada de acompañarme, aunque mantuvo el destino en secreto. Me cogió de la mano y nos alejamos de aquel cementerio…

O no, nunca lo he tenido claro, nada en esta historia lo fue, además la clarividencia nunca estuvo entre mis escasos dones. Sólo sé que, a día de hoy, lo único que queda de mi es esto:Los ojos de la hechicera

Faléfica (@Falfica)

Martes de amor y muerte

Martes de amor y muerte

Amor mío, como tú mejor que nadie sabes, hay momentos en los que la vida te pone a prueba de la manera más cruel posible. Te niegas a creer que ESE MOMENTO ha llegado. No es cobardía, no es falta de amor ni crueldad. Es, quizá, egoísmo.

Aún recuerdo mis palabras de  hace veinte años, palabras que pronuncié convencida de poder cumplir. Ahora lamento haber hecho esa promesa, no quiero cumplirla, no quiero perderte y, sobre todo, no quiero ser yo la que silencie tu risa para siempre.

Estoy escribiendo estas líneas mientras duermes, por primera vez en muchos días. Te observo y casi no puedo reconocerte, la enfermedad te ha transformado y sé que odias mirate al espejo y no reconocerte en su reflejo. Sé que sufres mucho, sé que te debo el conseguir ser valiente y devolverte la paz que tanto anhelas. Te escribo, mi vida, para reunir, por medio de estas letras, el valor que necesito para demostrarte mi amor por última vez, aunque ni siquiera llegues a leerlas.

La primera vez que miré tus ojos supe que acababa de encontrar mi lugar en el mundo, supe que no había ningún otro sitio dónde poder ser feliz y supe que pasaría el resto de mi vida procurando tu felicidad, tanto como tu procurarías la mía. Veinte años a tu lado y ni un sólo día he dejado de sonreír contigo, aún cuando tú no tenías motivos para hacerlo, procurabas hacerlo por mí. Te admiro tanto… tu luz, tu fortaleza… No cambiaría ni uno sólo de los días vividos desde que te conocí, porque fue, entonces, cuando comencé a vivir.

Te veo dormir y sólo puedo pensar en acurrucarme a tu lado, como siempre, como nunca, como la primera vez porque será la última y sé que no podré soportarlo, pero sé que lo haré por ti, porque nadie lo merece más que tú.

No voy a dejar que despiertes, no soy tan valiente como crees, no soportaría que me vieras llorar o adivinaras en mi mirada que tengo miedo de liberarte, miedo a todo lo que vendrá sin ti. Tengo todo preparado y, sin embargo, sólo deseo ser yo la que duerma para siempre porque una vida sin ti va a hacer que el infierno me resulte apetecible.

Es el momento, no quiero demorarlo más, tengo miedo de despertarte con mis sollozos, que me mires con esa dulzura con la que lo haces siempre y no ser capaz. Tengo miedo de romperme en mil pedazos, aunque eso es imposible porque ya estoy rota.

Mi mente no para de escupirme esa canción que escribiste para mí, haciendo todo esto infinitamente más dificil, torturándome por haberte hecho esa promesa que tanto quisiera romper. Mis lágrimas amenazan con ahogarme y, aunque eso me gustaría, me he prometido no flaquear, no fallarte. Nuestro tiempo juntos pasa ante mis ojos, y me dibuja una fugaz sonrisa, no hay nada amargo en nuestros momentos, todo fue felicidad a tu lado y creo que jamás mi agradecimiento por ello será suficiente.

No estoy preparada, pero he de hacerlo ahora o no seré capaz de hacerlo jamás y te haré sufrir, cosa que soportaría menos aún. Sólo me queda decirte que gracias a ti conocí la felicidad, que me salvaste y me regalaste el tiempo más precioso de mi vida. Eternamente, buenas noches.

Faléfica (@Falfica)